Mi padre hace años le dijo una gran frase a mi hermano mayor. Decía algo así:
"Tener hijos es embarcarte en una carrera llena de disgustos, malos ratos, enfados y sustos, para llevarte de vez en cuando una gran alegría."
El destino es curioso, porque hoy he identificado esa frase con mi trabajo, pero en este caso la alegría ha venido envuelta a su vez por uno de los peores momentos de mi vida.
Hace unas semanas ingresó una paciente en mi servicio. Para guardar el secreto profesional, voy a llamarla Juana. Juana era una mujer anciana, que cumplió la friolera de 91 años en mi servicio, pero que mantenía la cabeza en su sitio (todo un hito para alguien de tan avanzada edad). Nadie estaba engañado en cuanto a su pronóstico, ni el equipo de la planta, ni Juana ni su familia: Cáncer muy extendido, que le ocupaba entre otros cerebro, pulmones, sangre y huesos. Los médicos la pusieron rápidamente bajo cuidados paliativos, y así pasó dos o tres semanas en mi planta. No le daban más de dos meses.
En cuanto a su familia, el que peor parecía llevarlo era su marido. El pobre hombre no quería aceptar la realidad. Es muy difícil aceptar que la mujer con la que has compartido toda tu vida va a abandonar este mundo.
Ayer por la noche Juana me llamó porque le costaba respirar -algo que le había pasado otras veces-. Estaba con su marido, que tenía el abatimiento reflejado en su cara.
Apliqué el tratamiento que tocaba... y no mejoró. No nos alteramos, llamo a varios médicos y le pongo un tratamiento más fuerte, con corticoides intravenosos entre otras cosas. Además tenía el azúcar algo bajo, así que le puse algo de glucosa en vena. Con una respiración así no vi seguro darle de comer.
Parece calmarse durante un rato, y yo sigo haciendo mi trabajo.
Pero media hora después el marido sale al pasillo: Juana está inconsciente, y su respiración ha empeorado. Entro en modo "emergencia": Llamo al médico de urgencias y constato el motivo de la inconsciencia: Hipoglicemia a 0.36 g/dl (para los no entendidos, si está por debajo de 0.80 empieza a ser malo, así que imaginad...). En el tiempo que llega el doctor de urgencias controlamos el azúcar y Juana recupera la consciencia. El marido llama a sus hijos.
En resumidas cuentas, el doctor confirmó que la mujer probablemente no pasaría de esa noche. No iba a superar la insuficiencia respiratoria. Y si se paraba, no íbamos a reanimarla ni intubarla. Era lo mejor, hacer lo contrarío nos habría convertido en unos carniceros terapéuticos.
De hecho, si me hubieran pedido asistencia para una intubación, yo me habría negado.
He asistido a muchos pacientes muertos por insuficiencias respiratorias... pero nunca había asistido una persona totalmente consciente y lúcida, como era Juana, en este caso. Una muerte por insuficiencia respiratoria equivale a morir porque tus pulmones se niegan a funcionar.
Llegan dos familiares de ésta -el hijo y el yerno- que se quedan con ella. Suspiré aliviado: al menos el marido de Juana no tendría que soportar eso solo. Le venía demasiado grande.
En las horas siguientes llegó otro grupo de familiares. La pobre Juana sufría, e igualmente lo hacía su familia. No podía permitirme estar fuera de la habitación demasiado rato. Juana siempre se tranquilizaba al verme, y me decía cosas como "Eres un encanto", o "Éste es Manuel, el salvador de las Baleares". Si hay algo peor que asistir a una persona moribunda durante varias horas, es que encima te diga cosas así. Sonríes a la paciente, y le dices "Claro que estoy aquí". Pero con cada una de esas palabras el alma se te va cayendo a los pies. Porque no puedes evitar implicarte emocionalmente con alguien que muestra tanto amor por ti.
La familia me paró varias veces. Me contaron lo mucho que les había hablado Juana de mí: que éramos un encanto, que la tratábamos muy bien, que varias veces yo le había hecho una tisana por la noche a escondidas del médico.... (esto último es cierto).
Y si hay algo que te mueve el corazón de una forma especial es ver que una persona moribunda, que ni siquiera hace un mes que conoces, está agradeciéndote con toda su alma tu trabajo. Me sentí satisfecho por un trabajo bien hecho, alegre por haber ayudado Juana en sus últimos momentos.... desesperado por no poder evitar que muriera porque sus pulmones se negaban a funcionar, y destrozado por el dolor de una familia que no sabían tampoco cómo aliviar a Juana.
Finalmente el doctor de urgencias propuso a la familia dormir a Juana para que no sufriera tanto. Tras discutirlo un rato se lo propusieron a la propia Juana. En palabras textuales:
"Quiero dormir, quiero dormir. Estoy cansada de vivir y sufrir, quiero dormir y que termine."
Y gracias a Dios, la familia respetó la decisión de Juana. Pero yo no calibré las consecuencias que tendría para mí ese hecho.
Un rato después tuve la prescripción: Midazolan y morfina en jeringa eléctrica. Al momento las preparé, sabía que era lo correcto, y ahora sigo pensándolo. Pero cuando llegué a la habitación, dije: "Ya llego Juana, esto te ayudará a dormir". Y recordé una conversación que tuve con un estudiante de enfermería en Chile, que era totalmente contrario a la eutanasia. Este chico me dijo:
"Tú dices estar a favor de la eutanasia, pero llegado el momento no serías capaz de ayudar a alguien a morir."
Quiero clarificar que lo que ocurrió con Juana no es eutanasia. En términos técnicos se denomina ortotanasia, y consiste en darle a una persona moribunda una cantidad superior de anestésicos o calmantes aun sabiendo que en circunstancias normales es malo para la salud. Y está recogido en la ley y la práctica médica.
Pero las similitudes son evidentes. Aunque, mientras le conectaba las perfusiones, sabía que hacía lo correcto, me resultó duro.
Al momento de empezar el tratamiento, Juana empezó a dormirse. Mi compañera auxiliar y yo la cogimos de las manos ante la familia. Juana nos habló mientras se dormía de lo mucho que le habría gustado visitar Mallorca. Nos dijo que le faltaba su hija pequeña, que no había podido ir a verla. Dijo que qué iba a ser de su marido, y la familia no tardó en decirle que ellos se ocuparían de todo. Yo me aparté y dejé que una de las hijas de Juana, llorando, me sustituyera.
Mi compañera, en un momento, le preguntó:
-¿No vas a ir a Mallorca, Juana?
-No, no iré.
-¿Y dónde irás?
Y Juana ya no respondió, quedó dormida por efecto de la medicación. La pregunta quedó en el aire. El marido de Juana perdió los nervios y abrazó a su esposa en la cama. Mi compañera me preguntó si quería salir... y salí.
Me crucé con un compañero que me preguntó si estaba bien. Negué con la cabeza, no podía hablar, y tampoco me detuve. Después, a mi espalda me dijo
-Si quieres te invito a un cigarro.
Me costó unos segundos encontrar la voz para responder.
-Lo que ahora necesito es un pañuelo -le dije.
Fui al baño, necesitaba estar a solas. Y, por primera vez en muchos años, me encontré llorando. Pero en ese momento pensé algo. Pensé: "Soy enfermero, ¡Joder! ¡Andando al trabajo!". Y mi trabajo en ese momento era estar disponible por si la familia no podía soportar la situación. Era yo quien debería soportarla.
Y lo hice. Me lavé la cara, respiré hondo varias veces, y volví al servicio para hacer mi trabajo.
Juana tardó 20 minutos tras la analgesia en morir. No os voy a engañar diciendo que llegué en medio de un drama alrededor de un cadáver. La familia hasta había metido bien en la cama a Juana, al punto de que parecía estar dormida, y estaban todos serenos. Algún hipido de una de las hijas rompía esa serenidad. El marido de Juana estaba en shock, pero el apoyo de su familia le ayudó mucho.
Ahí ya pasamos a la parte menos melodramática de la historia. Explicar los papeleos a la familia, adecentar a Juana, y otros detalles que no queréis saber.
Pero antes del arreglo, me concedí un buen descanso. Una enfermera de urgencias me cogió, casi literalmente, por las orejas, me llevó fuera y me plantó un cigarro en la boca y un café en la mano.
Papá, mamá, lo siento, pero sí, a veces fumo.
Mi compañera tuvo una urgencia en urgencias (valga la redundancia) y no pudo quedarse. Me quedé fuera solo, con un cigarro en una mano y un café en la otra, pensando en lo que había pasado. Varias veces volví a sentir lágrimas en los ojos, pero supongo que a causa de la presión cultural del "macho español" las contuve. Pasé una buena media hora fuera, y al final volví a mi servicio con una pregunta en la mente:
¿De verdad vale la pena el mal rato que he pasado?
No tardé en tener respuesta. En el pasillo había dos de las hijas de Juana hablando con mi compañera. Cuando me vieron se deshicieron en agradecimientos. Me explicaron lo bien que hablaba Juana de mí, hasta me contaron cosas y anécdotas que yo le había explicado a Juana. ¡Era cierto, no lo decían por cumplir!
Esto me recordó por qué soy enfermero. Un enfermero no es alguien que reparte medicamentos. No es un psicólogo ni un pedagogo. No es un asistente social ni es un médico. Es un poco de cada cosa. La enfermería es un arte dedicado a cuidar de las personas enfermas, a ayudar a personas que necesitan ayuda, y a aliviar el sufrimiento de aquellas que van a morir.
Hoy puedo afirmar, sin lugar a dudas, que he pasado el peor momento de mi vida como enfermero. A la vez que el más hermoso.
Estoy agotado emocionalmente, me voy a dormir. Pero sí tengo algo que decir antes de dejaros.
Me encanta mi trabajo.